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A un lado del camino tienes un paisaje de bosques rojos, con pasto rojo sobre el suelo, del otro tienes mares azules sobre cielo azul, cuando quieres alcanzar el horizonte vas con un ojo inundado de un color y el derecho aclimatado al rojo, tu quieres ver morado y verde, quieres voltear al espacio exterior cubierto de estrellas amarillas, que al golpear el suelo con la punta de tu zapato el polvo sea blanco, ¿Que haces? insultas el espectro de luz y te tapas los ojos, para que el universo viendo tu enojo sea obediente. Entonces te das cuenta que si aprietas muy fuerte los ojos puedes ver todos esos colores, te quedas ahí en medio del camino plano y largo incado sobre tus ojos apretados, sustituyéndolo todo con tu enojo. Empiezas a sudar, a temer que aquel que te habla de rodillas con los ojos apretados quiera engañarte y hablarte de pasteles hechos con fondant, del reflejo del sol sobre un charco de aceite, de especies selváticas, de canicas, de lomos de libros en una biblioteca joven.
Lo dejas de oir, pero tomas su mano, ambos callan, escuchan el chillido del viento rebotando sobre sus orejas, respiran levantando el pecho lo dejan caer al mismo tiempo guardando el aire dulce como galletas recién horneadas, lo exhalan susurrándose un idioma inventado al oído, no hay nadie mas, solo una voz dulce siseante que cuenta chistes de niños glotones que hacen travesuras, de niños que juegan con niñas sobre rocas grises vestidos de juguetes de mamá, se acaba el aire.
Abren los ojos y una sombra larga sobre el camino te llaman, levanta su mano de sombra alargándose por la luz del sol tímido, empequeñecido, agrandando lo que toca, acercando la orilla, el fin de la silueta, invitando a que la tomes para que por fin puedan volar sobre la noche que ya cae, a ser nebulosas ocultas por la plateada eterna.

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